La inteligencia, entendida como la capacidad de comprender, razonar y resolver problemas, suele concebirse como una cualidad individual. Sin embargo, si reflexionamos en detalle sobre la identidad de la persona, nos damos cuenta de que una parte importante de lo que consideramos mi «inteligencia» está profundamente influenciada por nuestro entorno y por las personas que nos rodean.
Por eso, sí: en muchos aspectos, los demás me hacen más inteligente.
Desde que somos pequeños, nuestras habilidades cognitivas se moldean a través de la interacción social. Aprendemos a hablar imitando a quienes nos enseñan el lenguaje, desarrollamos ideas conversando con otros y adoptamos diferentes formas de pensamiento al exponernos a diferentes puntos de vista. Nuestros padres, profesores, amigos y compañeros han sido piezas clave en el desarrollo de nuestra manera de pensar. Cada conversación, cada debate y cada desacuerdo han sido oportunidades para expandir nuestra mente.
Además, muchas veces, lo que nosotros consideramos como una “buena idea” o una “respuesta inteligente” no surge de forma aislada. Surge porque escuchamos algo anteriormente, leímos un comentario, vimos una perspectiva que nos hizo replantearnos nuestros pensamientos. Incluso cuando estamos solos, lo que pensamos está condicionado por lo que otros han dicho o hecho en el pasado. Nuestros conocimientos no son creación exclusiva nuestra; son una construcción colectiva en la que cada persona con la que hemos interactuado ha aportado algo.
En el ámbito académico o profesional, también lo notamos. Las discusiones en grupo, los proyectos colaborativos o simplemente observar cómo alguien más resuelve un problema nos permiten aprender y mejorar. Incluso cuando no estamos de acuerdo con otra persona, su manera de razonar nos obliga a revisar nuestros propios argumentos y reforzarlos, o incluso cambiarlos.
De este modo, los demás nos obligan, de forma directa o indirecta, a ejercitar nuestra mente y crecer intelectualmente.
Sin embargo, reconocer que los demás nos hacen más inteligentes no implica restarnos mérito. Más bien, es aceptar que el conocimiento es algo vivo y compartido. Tener la humildad de reconocer la influencia de otros no nos hace menos capaces, sino más conscientes de que la inteligencia no florece en el aislamiento, sino en el intercambio constante de ideas.
Por supuesto, también hay una responsabilidad individual en cómo uno utiliza lo que recibe del entorno. No basta con estar rodeado de personas inteligentes o tener acceso a buena información. Hay que saber observar, escuchar, analizar y aplicar. Pero incluso esas habilidades también se desarrollan en contacto con los demás.
La inteligencia no es solo absorber datos, sino aprender a pensar mejor. Y para eso, los otros son fundamentales.
En conclusión, sí, los demás me hacen más inteligente.
No porque ellos piensen por mí, sino porque me inspiran, me retan, me enseñan y me ayudan a ver más allá de mis propios límites. La inteligencia no es solo un don individual, sino también el resultado de una red de relaciones humanas que me empujan a ser mejor.
ISABEL GIMENO