LA DONACIÓN COMO TESORO

Tengo un amigo que es una pasada de amigo servicial. Todos los días me felicita porque sí, pero eso es sólo el punto de partida, si tengo mala cara lo nota enseguida; si mis piernas flaquean (desgraciadamente no muy raro), me busca un masajista; si estoy un poco bajo, siempre está dispuesto a compartir unas cervezas, y así muchos detalles.

En un mundo que parece cada vez más global, que gira cada vez más deprisa, donde el individualismo marca el ritmo de los días, hablar de entregarse a los demás, puede parecer anticuado.

Si a eso, le añadimos la epidemia de soledad en la que estamos sumidos, eso sí que es nadar contra corriente. Estamos solos. La amistad está en recesión. Una de cada seis personas en el mundo no tiene amigos. La soledad acaba de sumarse a la obesidad y al estrés como las principales epidemias del siglo XXI. Según los expertos, la soledad causa depresión, ansiedad, problemas cardíacos, demencia y diabetes.

Sin embargo, quien ha experimentado la dicha de darse a los demás, sin esperar nada a cambio, sabe que ahí se encuentra uno de los tesoros más profundos y que más alegrías da en la vida. Entregarse no es perderse, es ganarse. Cuando uno se dona –su tiempo, su atención, su cariño o su ayuda- descubre que el corazón tiene un enorme coeficiente de dilatación, una capacidad casi infinita de crecer. No se trata de gestos heroicos, sino de pequeños actos cotidianos, que permean todo nuestro actuar: escuchar con paciencia, acompañar a quien sufre, o a quien está solo, compartir algunas cosas que se tienen, o algunos deseos que parecen irrealizables. Cada acto de entrega es como una semilla que siembra luz, aporta alegría y entusiasmo en la vida de los otros.

Algo misterioso ocurre en la entrega: lo que parecía un sacrificio se convierte en plenitud. Darse no empobrece, enriquece. Porque el amor auténtico no se mide por lo que se tiene, sino por lo que se comparte. Quien se entrega, lejos de agotarse, se renueva. Descubre que el sentido de la vida no se halla en acumular, sino en regalar; no en brillar individualmente, sino en iluminar a los demás.

Entregarse a los demás nos libera del peso del propio ego. Nos enseña a vivir en sociedad, que somos parte de algo más grande que nosotros mismos, que nuestra felicidad está ligada a otros. Y en ese otros podemos ver al cónyuge, a los hijos, a los amigos, compañeros, vecinos, toda una serie de personas con las que convivimos, nos movemos, nos comunicamos y existimos.

En un tiempo donde el egoísmo se disfraza de independencia, entregarse constituye un acto de rebeldía luminosa, es decir un no a la indiferencia y un sí a la compasión. En un mundo que ante todo valora el tener, el alma generosa elige el ser. En medio del ruido, escoge el silencio que escucha. Frente a la ansiedad y los miedos que atenazan, ofrece ternura. Y en cada entrega, descubre un tesoro oculto, que vuelve a nosotros, lleno de luz y alegría.

Por eso, quien aprende a darse descubre el mayor de los tesoros: un corazón en paz, que abandona su camino pobre, triste y mortecino para adentrarse en la encrucijada de muchas vidas que salen a su encuentro. Y ese tesoro, una vez hallado, ya no debe perderse.

Ya lo escribió San Agustín: “nos creaste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Y al mirar a Dios, encontraremos a los demás. Pues el corazón humano ha sido creado para amar.

La persona que se da aprende a mirar de forma desinteresada. Ya no busca reconocimiento. Por eso, la amistad se da incondicionalmente, sin esperar nada a cambio. El fundamento del trato con nuestros semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, y el bien de los demás. 

Y al servir a los demás, encontraremos la alegría. Seguro que resulta muy conocida esas palabras de Tagore: “Serví y descubrí que en el servicio se encuentra la alegría”. Recordaba esto al leer el testimonio de Grégoire Ahongbonon. Él no es psiquiatra, ni enfermero, ni psicólogo. Es un reparador de neumáticos, casado y padre de seis hijos. Con 23 años era también un precoz y exitoso emprendedor que regentaba un negocio con cuatro taxis que le llenaba bien los bolsillos. Sin embargo, la mala suerte le hundió de golpe y todo su negocio se vino abajo, dejando a la familia sin nada. “En un mes lo perdí todo, estuve a punto de suicidarme”, explica Ahongbonon. Sin embargo, así fue como se empezó a fraguar su sensibilidad hacia los que sufren. Desde 1991, año en que fundó una asociación, ofrece atención a personas con enfermedades mentales en Togo, Costa de Marfil y Benín. Parece una locura, pero es real, porque querer es poder. Y su punto de partida para servir fue muy sencillo: “Lo primero que estas personas necesitan es sentirse amados”. 

ALBERTO GARCÍA

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