En una ocasión, visitando Kenia, el Papa Francisco aseguró que “el primer medio de comunicación es la expresión del rostro, estar cerca de otros, la amistad, la sonrisa, el saber relacionarse con los demás”.
La cara es el espejo del alma, dice el refrán, y también podría decirse que, a partir de cierta edad, cada uno es responsable del rostro que tiene, porque allí queda fijada su crispación o su alegría, su actitud desenfadada o tensa, el cansancio de la vida, la desesperación o la esperanza. Por eso, en el rostro, y, especialmente en los ojos, encontramos a la persona. Claro que luego te miras al espejo, cuando te afeitas, y te das cuenta que te han salido arrugas de las que no eras consciente el día anterior.
Pero todos tenemos la experiencia del bien que nos hace encontrarnos con personas sonrientes, acogedoras, que parece que no tengan nada que hacer, sino escucharnos y prestarnos algún servicio. Personas, quizás no muy brillantes, gente común, con las que uno se siente y se sienta bien a su lado.
Vivimos en una sociedad un tanto neurótica, individualista, con prisas, en la que cada uno va a lo suyo (menos yo, que voy a lo mío), en la que la sonrisa brilla por su ausencia. Y si hay algún saludo, no pasa del rutinario “buenos días” que nos envían por whatsapp.
El pesimismo entristece. Quien juzga que todo está perdido y no ve sino calamidades en el porvenir, por fuerza ha de estar dominado por un sentimiento continuo de tristeza. Ahora bien: con tristeza habitual es moralmente imposible llevar a cabo ninguna obra, que requiera actividad, entusiasmo, satisfacción interior por lo que se hace y los frutos que se esperan.
Al psiquiatra Luis Gutiérrez Rojas le parece que “el humor es una herramienta básica para poder comunicarnos amigablemente. Cuando dices las cosas con humor, cuando eres capaz de reírte de ti mismo, si pones encima de la mesa tu neurosis y la analizas de forma irónica, eres capaz de hablar con claridad, pero sin dramatizar.”
Una de las mayores lecciones que hemos de aprender es la habilidad para obtener victorias de nuestras derrotas. Y aprender a reírnos, en primer lugar de nosotros mismos. Y luego, sonreír hasta que los músculos irrisorios no puedan más.